miércoles, 2 de septiembre de 2009

El corazón es un cazador solitario

Carson McCullers, muy pocos años antes de publicar “El corazón es un cazador solitario”.

Acabo de leer —más vale tarde...— “El corazón es un cazador solitario”, una novela publicada por la autora en 1940, cuando tenía veintitrés años. Y si sorprende en ella la potencia literaria, lo que verdaderamente asombra es la madurez política. Vaya como ejemplo la siguiente escena:
El doctor Copeland, un médico negro —una rareza en el sur de Estados Unidos, en los años previos a la Segunda Guerra—, reúne en su casa de Georgia a sus pacientes el día de Navidad. Su propósito es aprovechar el festejo para insistirles en lo que siempre les predica en sus visitas. Escribe McCullers:
“¿Y qué iba a decir? El miedo oprimió su garganta. La habitación estaba a la espera. A una señal de John Roberts todos los ruidos se acallaron.
“—Pueblo mío —comenzó a decir el doctor Copeland con la mente en blanco. Se produjo una pausa. De súbito las palabras acudieron a su boca—. Este es el decimonoveno año que nos reunimos en esta habitación para celebrar el día de Navidad. Cuando nuestra raza oyó hablar por primera vez del nombre de Jesucristo, fue en tiempos oscuros. Mis hermanos eran vendidos como esclavos en esta ciudad, en la plaza de la corte de justicia. Desde entonces hemos oído y relatado la historia de Su vida más veces de lo que podemos imaginamos. Por lo tanto, hoy contaremos una historia diferente.”
Les habla, entonces, de su situación, en la cual la mayoría están confinados a tareas secundarias o bestiales. Les explica de dónde proviene la riqueza que vuelve a los privilegiados desdeñosos y prepotentes. Con palabras simples les expone la teoría marxista del valor. Y, enseguida, desnuda la situación de los asalariados y en particular de los negros en el sistema imperante.
“Pero no estamos solos en esta esclavitud —dice—. Hay millones más en el mundo entero, de todos los colores, razas y credos. Debemos recordar esto. Hay muchos de nuestra raza que odian a los pobres de raza blanca [...]. Ese odio es un gran mal y de él no puede surgir nada bueno. Debemos recordar las palabras de Karl Marx y ver la verdad a la luz de sus enseñanzas. La injusticia y el desamparo deben unimos, no separamos. Recordemos que nosotros damos valor a las cosas de esta tierra con nuestro trabajo. Debemos conservar en nuestros corazones estas verdades básicas de Karl Marx y no olvidarlas nunca”.
Al calor de sus propias palabras, el amor por los suyos y la convicción del doctor Copeland crecen, y terminan estallando en esta arenga:
“¡Miembros de la raza negra! En nosotros están todas las riquezas de la mente y el alma humana. Ofrecemos el más preciado de todos los dones. Pero nuestra contribución es rechazada con desprecio y malevolencia. Nuestra ofrenda es arrojada al lodo y desperdiciada. Se nos obliga a ejecutar trabajos más inútiles que los de las bestias. ¡Negros! ¡Debemos levantarnos y unirnos! ¡Debemos ser libres!”
Pero en la habitación surge un creciente murmullo. La histeria cunde, retumban los gemidos y los gritos:
“—¡Sálvanos!
“—¡Dios Todopoderoso! ¡Sácanos de este valle de la muerte!
“—¡Aleluya! ¡Sálvanos, Señor!”

Así es la realidad: indócil. Ya lo sabía esta chiquilla de veinte años, de un pueblo perdido en el sur de Estados Unidos.
A ella —y a nosotros— “le tocaron, como a todos los hombres, tiempos difíciles”: Borges.

No hay comentarios: